Texto por Adolfo Wilson
Madrid, mayo 2019
Desde sus mismos orígenes, José Antonio Miguez ha asumido la creación artística como una experiencia mística y espiritual; como una forma de revelación interior y autoconocimiento, capaz de ofrecer una interpretación a su particular visión del mundo y al sentido mismo de la existencia. Sus primeras composiciones, concebidas en cierto modo como mandalas, estaban animadas por un componente lúdico y expresaban significados simbólicos. Posteriormente, su formación profesional, ligada a las ciencias exactas, especialmente a la matemática, le conduce al desarrollo de una investigación personal en torno a la búsqueda de la expresión de la belleza, a partir del estudio de algunas de las leyes y principios universales que la determinan. Es así como, a través de su identificación del concepto de armonía y proporción con la noción de equilibrio espiritual, el artista redescubre y se apropia con fines creativos, de una de las fuentes más antiguas de la persecución de la esencia misma de la belleza: la llamada sucesión de Fibonacci. Revelada en la Edad Media por el matemático Leonardo de Pisa (1170-1240), la sucesión de Fibonacci constituye una secuencia de números enteros en la que cada término es igual a la suma de los dos anteriores. Se trata de un principio manifiesto en las formas de la naturaleza, capaz de representar el sentido absoluto de la proporción, y cuya aplicación se extendería más allá de la aritmética y la geometría, influyendo de forma decisiva en el arte y la arquitectura (especialmente durante el Renacimiento, donde derivaría en la formulación de la llamada sección áurea).
Como parafraseando a los humanistas del Renacimiento (cuyo arte asumía la existencia de una correspondencia entre lo bello y los más elevados valores morales y espirituales de la época), José Antonio desarrolla composiciones geométricas utilizando como punto de partida la secuencia de Fibonacci, con lo cual fomenta el establecimiento de una equivalencia entre la experiencia de paz, sosiego y concordia interiores y la expresión de la belleza, la correspondencia y la euritmia visual más absolutas. Y basa su investigación plástica en la idea de la preexistencia de un sentido de la armonía, de un reconocimiento individual de la belleza que, como innato al hombre, trasciende lo intelectual y lo cultural, que traduce en sus trabajos a través de la procura de la mayor simplicidad discursiva posible:
¿Qué entendemos —escribe el teórico de la percepción visual Rudolf Arnheim— por simplicidad? En primer lugar, podemos decir que es la experiencia y el juicio subjetivos de un observador que no halla dificultad para entender aquello que se le presenta. Lo que Espinoza dijo del orden se puede aplicar a la simplicidad. Según un pasaje de la Ética, creemos firmemente que hay un orden en las cosas mismas aunque no sepamos nada de esas cosas ni de su naturaleza”. 1
Precisamente, el develamiento de ese “orden” que se intuye oculto en todas las cosas, es lo que ofrece gran parte de su sentido al trabajo plástico de este artista. Pero también, su exaltación del concepto de silencio visual y su consecución de una correspondencia entre la rítmica musical y la sonoridad de las formas. Se trata esta última de una preocupación abordada en su época por el pionero de la abstracción Wassily Kandinsky, cuando escribió:
El artista, cuyo objetivo no es la imitación de la naturaleza, aunque sea artística, sino que lo que pretende es expresar su ‘mundo interior’, ve con envidia cómo hoy este objetivo se alcanza naturalmente y sin dificultad en la música, el arte más abstracto. Es lógico que se vuelva hacia ella y trate de encontrar medios expresivos paralelos en su arte”. 2
Utilizando el ordenador como herramienta artística, Miguez, según aproxima o distancia su ángulo visual de un determinado motivo, nos ofrece visiones alusivas al micro y al macrocosmos; nos brinda referencias al principio de dualidad manifiesto a través de los opuestos en el universo, como el Ying y el Yang, la claridad y la oscuridad, lo blanco y lo negro; crea composiciones dotadas de dinamismo y movimiento virtual, donde figura y fondo interactúan alternando sus roles, y las formas, expuestas a tensiones visuales, parecieran estar a punto de mutar. El artista concibe trabajos estructurados mediante ordenamientos geométricos, siguiendo la métrica de sutiles progresiones formales y cromáticas, que parecieran citar de manera oblicua algunos aspectos del mundo físico o natural: así, adquiriendo una personalidad ambigua, un diseño puramente constructivista, evoca un edificio dotado de ventanas luminosas; formas circulares, expuestas a una acentuada contracción, derivan en formas orgánicas que recuerdan corazones; y construcciones de círculos concéntricos que devienen óvalos, generan un ritmo expansivo como el obtenido al arrojar una piedra al agua, en una suerte de efecto de reverberación óptica, que transforma la obra en metáforas de paisajes nocturnos o diurnos. Nos encontramos ante un repertorio ilimitado de evocaciones, de significados abiertos, que nos confirman el potencial polisémico de las formas geométricas y traen a nuestra memoria unas palabras de Guillaume Apollinaire:
La geometría es a las artes plásticas lo que la gramática
es a la escritura”. 3
Una afirmación cuya validez actual bien podría respaldar el trabajo plástico de José Antonio Miguez.
1. Rudolf Arnheim. Arte y percepción visual. 2ª reimp. Madrid: Alianza Forma, 2006, pp. 69-70.
2. Wassily Kandinsky. De lo espiritual en el arte. Trad. Elisabeth Palma. 5ª ed. Tlahuapan, Puebla, México: Premia editora de libros, S.A., 1989, p. 38.
3. Traducido del original en inglés que aparece en Ian Croft, comp. A Dictionary of Art Quotations. Nueva York: Schirmer Books-Macmillan Inc., 1989, p. 154.